
Un sábado de Febrero de 2020, a medio día, me encontraba en pleno centro de Valencia, en la calle más comercial de la ciudad, rodeada de extraños, de gente que corría de tienda en tienda, de turistas que pasan por la ciudad sin apenas arañar su historia, de coches, motos, ruidos y caos…
Yo observaba desde una esquina todo ese movimiento, tratando de ponerle una banda sonora a esos planos que mi ojos iban fotografiando. Mientras, esperaba a mi cita para ir a comer y más tarde ir al cine a ver la película “1917” para la que ya había sacado las entradas.
Mi móvil comenzó a sonar, era mi padre…él nunca llama si no es algo importante.
No olvidaré esa esquina del centro, donde al descolgar el teléfono todo ese caos pareció detenerse y quedarse en silencio, sentí que todos me miraban y a la vez que era invisible.
-Ha muerto-, esas fueron sus palabras, y las mías fueron, “imposible, anoche hablé con él, he quedado la semana que viene para comer juntos”… como si tener planes dotase a alguien de un escudo inmortal.
No recuerdo cómo llegué a casa de mis padres, solo recuerdo ir con ellos y con mi hermana en el coche familiar, mientras veía a mi padre llorar a través del retrovisor, él nunca llora.
Se fue sin avisar, sin despedidas, sin halagos, sin abrazos, dejando heridas abiertas.
Conseguimos recorrer 60 km casi volando, en silencio, nadie hablaba en el coche, la emoción se apoderaba de nuestras gargantas impidiendo que las palabras salieran, como si el corazón se subiera desde la caja torácica hasta el cuello, donde no tiene espacio y tapona cualquier sonido.
Acaricié su mejilla, nunca antes lo había hecho, estreché su mano contra la mía, pero él ya no estaba. Todo parecía como esa fase del sueño donde no sabes si estás despierta o te has dormido.
Un mes después empezó la pandemia que me dejó vivir el duelo encerrada en mi cueva, escuchando mis recuerdos, secando mis lágrimas, escribiéndole un libro que él nunca leerá. Fue un alivio no tener que recibir pésames vacíos.
Te acuerdas cuando éramos felices? Él siempre me decía eso, cuando recordábamos tiempos pasados con nostalgia.
La vida pasa, los días te envuelven y el duelo se queda como un compañero que te abraza por la espalda a diario cuando menos te lo esperas, a veces abraza tan intenso que duele, otras, en cambio, solo te acaricia… ese abrazo llega en forma de recuerdo, de una palabra concreta, de reconocer un gesto familiar en un desconocido, un olor que te transporta al pasado o una canción que compartimos.
Estos cinco años se ha llenado el cajón de canciones que quise compartir con él y que no sé a quien enviar.
No se trata de luchar contra el duelo, de taparlo o esconderlo, se trata de dejarte abrazar, de asumir que ese abrazo te paralice un día o te hace sonreír otro. De entender que unos días ese abrazo pesa y arde y otros días es liviano y nostálgico.
Así, el duelo no se supera, se habita, no es una habitación cerrada, es un cuarto por el que aprendes a transitar. El tiempo no borra, solo transforma sin esperar ser vencido.
Con su muerte aprendí que tenía que vivir, que yo también podría morir sin avisar, sin despedidas y eso me hizo despertar, verlo todo más nítido, relativizar, vivir con toda la pasión que pudiese una simple puesta de sol o un buen plato de pasta con queso, porque todo lo simple al final se convierte en lo importante de la vida.
Ayer el duelo me abrazó de nuevo, me senté en una colina viendo el horizonte, abrí Instagram y sonó El Vals D´Amelie, así sin avisar, sin esperarlo, la canción que escogimos para su ceremonia de despedida, la canción que yo le pedí una vez en el taller cuando trabajábamos juntos y que él tocaba en su acordeón riendo mientras me miraba bailar un vals con un acompañante imaginario.
Todos en el duelo vemos o creemos en la señales y las manipulamos a nuestro antojo.
Cómo quieres vivir antes de morir?
Qué quieres sentir antes de morir?



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